arte y cultura | Edición #58
Hay historias que se cuentan desde algún hecho determinante, que la modifica o la condiciona. Hay algunas que son más interesantes cuando se antepone el final. Y otras donde los matices son condicionantes. La de Julio Storero no, cualquier modificación o inversión de los tiempos le haría perder la esencia a una vida que tiene como eje la libertad. Y que se repasa como en un corredor con cuadros donde lo que interesa no es el final, sino lo que se va viendo a cada paso.
Tato nació en Córdoba “porque molestaba cuando estaban de vacaciones”, dice con un tono de voz que uno imagina enmarcado en la sonrisa. “Pero viví desde muy chiquito en Rafaela. Mi abuelo tenía casa en Rio Ceballos y entonces allá íbamos cada vez que se podía. Viví una infancia típicamente rafaelina, que era la que se vivía entonces. Nací en el cincuenta y nueve, un tiempo que no sabía de televisión ni de celulares ni de Internet, así que pasábamos los días entre la escuela, la casa, y la calle. Salíamos de la Normal y nos íbamos a jugar al fútbol, pero como era muy malo me refugiaba en el arco. Hice parte de la primaria en Córdoba pero fueron más los años en que estuve en Rafaela. No tuve a mi padre, porque murió cuando solo tenía dos años, y tampoco hermanos. Pero la vida me dio infinidad de amigos. O lo mejor sería decir que me los gané yo”
Tato arrastra algunas palabras, las hace más largas y cada una de sus frases, lentas porque el tiempo parece no importarle, dejan en el final una pequeña gota de silencio. “Me pasaba mucho tiempo dibujando, así que mi mamá me regaló una enciclopedia de arte que venía por fascículos. La vi y me quedé fascinado. Creo que en realidad se trataba de una semilla que se quedó para siempre en mi interior”.
El deporte no era lo tuyo, ¿Cómo es entonces que apareces vestido de paracaidista?
“Ahh, si. Cuando me tocó el servicio militar elegí paracaidismo. Creo que me influenció algo que había leído sobre la épica de los paracaidistas y esas cosas. La realidad es que tenía que hacer el servicio, y entonces para no hacer lo que hacían todos, elegí paracaidismo. No tenía ni idea de lo que en realidad era, yo solo sabía que había que subirse a un avión y tirarse. Bueno, fui. La hice en Córdoba. Y sobreviví”
¿Y el miedo?
“Cuando me subí al avión por primera vez no me resultó traumático, es que daba más miedo el entrenamiento que eso. Cuando entrenas, te tiras de 15 metros y te parece que te vas a matar, en cambio en el avión estás tan alto que no te das cuenta de la realidad. Y cuando venís cayendo es maravilloso, es una de las cosas más lindas que te pueden pasar…si te sale bien. Después que terminó, nunca más salté. Ya estaba bien, ya pasó”.
Volviste y el mandato era ir a la facultad…
“Mi gran amigo el Pepa Cordero, a quién extraño mucho, me dijo que se iba a estudiar arquitectura a Córdoba. Listo, me dije, yo me voy con vos. Estaba buena la idea por el diseño o el dibujo, pero el problema era el resto. Más que cansarme yo de la carrera, en realidad se cansaron todos de que nunca rindiera matemática ni física ni nada de esas cosas. La arquitectura es muy interesante en la teoría pero en la práctica es bastante…espantosa”.
¿Y entonces?
“Entonces me pasé a Bellas Artes y me fui a Buenos Aires. Me sentí un poco mejor, pero tampoco lo que se daba era muy seductor, en todo caso era bastante berreta. Y yo veía que no encajaba demasiado en ese mundo, que lo mío no interesaba. En ese tiempo mi madre enfermó y murió, y recibí un dinero que me abrió la posibilidad de viajar. Y me fui”
¿Adonde?
“Me fui en barco a Barcelona y en el trayecto me hice amigo del periodista y escritor Martín Caparrós. Me dijo que el hermano había dejado una casa en el centro de Madrid y que si yo quería podía vivir allí, lo único que tenía que hacer era no abrir la puerta por la mañana, porque a la mañana pasaban los cobradores. Estuve un tiempo allí y después me compré una furgoneta y me fui a dar vueltas por todos lados como una especie de hippie. Fue más o menos por un año y como Europa no era tan caro en ese tiempo el dinero me alcanzaba, pero cada vez había menos. Entonces me volví a Madrid y alquilé una casa con un amigo que conocí en un bar. Y empecé a trabajar en el bar como camarero”.
¿Te arreglabas con el dinero?
“Cobraba los alquileres del campo en Argentina, y con eso vivía. Mientras tanto iba pintando, hice algunas exposiciones, vendí algunos cuadros. Pero no era algo muy bueno. Era un autodidacta que cometía muchos errores, salvo cuando lo hacía con seriedad, que eran muy pocas veces. Por todo eso mi pintura no funcionaba. Pero yo lo pasaba bien, muy bien, durante esos diez años. Hasta que empecé a notar que la movida madrileña ya no era la misma. Y me fui”.
Tu vida no parecía tener otro eje que tu libertad interior…
“Dejé Madrid y me fui a vivir a Mojácar, el Almería, al sur de España, sobre el Mar Mediterráneo, un pueblito maravilloso en la playa. Un sitio que entonces era muy bohemio, muy underground, con gente muy extraña, en fin, muy divertido. Antes pase por Rafaela, en 1995, y me quedé esperando que inaugure Barking Dog. Apenas pasó la fiesta me fui porque se me vencía la visa. Me instalé en ese pueblo alucinante, y me quedé por ocho años”.
¿Que hacías ahí?
“Lo primero que hice fue repartir por la calle volantes de una pizzería, después trabajé detrás de la barra de un par de bares, luego puse unos barcitos mío y por fin tuve un gran bar, con una barra enorme y alucinante traída de Inglaterra por un ingles…hasta que me volví a Argentina. Es que el problema mío con el bar no era la gente, ni la bebida, ni nada de eso, el problema era la plata, que era como plata de fantasía, la de los juegos de los chicos. Nunca entendí como manejar la plata, me decían que tenía que pagar impuestos y yo ni sabía de que se trataba…”
Volvamos al principio, ¿solo el paisaje y la movida te enamoro del pueblo?
“Mira, al segundo día que llegué a Mojacar fui a comprar cigarrillos a lo de María, pero no tenía cambio, entonces me miró y me dijo “ya me lo pagarás otro día”. Y era la primera vez que me veía. Y al otro día, cuando fui a pagarle, me dijo que me tenía que quedar a comer. Pero yo no tenía plata. Entonces me dijo, “acá no hace falta plata. Te quedas y listo”. Ella y su familia me adoptaron y yo los adopté. Incluso vinieron a visitarme a Rafaela y les pude dar yo de comer esa vez. Ellos me dieron todo y me enseñaron muchísimas cosas sin pedirme nada. Ese pueblo parecía una fantasía, yo creía que un día me iba a despertar y me daría cuenta que todo había sido una mentira. Aprendí a cocinar en la playa y en la cocina, y tuve muchos amigos cocineros”
¿Y lo sentimental?
“Tengo un hijo que ya tiene 27 años y vive en Madrid. Venía seguido a Rafaela pero hace un tiempo que no lo hace y yo nunca más volví”
¿Por qué te volviste?
“Me vine a Rafaela porque debía hacerme cargo de mis cosas aquí y quería ver como estaba la ciudad ocho años después. Entonces hice lo peor que podía hacer, puse un restaurante y me quemé toda la plata que tenía. La culpa fue mía, todo fue mal pensado…puse algo imaginado desde mi bohemia y Rafaela no es para eso”.
¿Por fin tuviste que trabajar en serio?
“No, no, no, eso de laburar en serio parece que no es para mí, la única vez que laburé en serio perdí plata, así que…Bueno en realidad también lo hice durante dos años, cuando tuve el comedor del hotel Plaza, ahí no gané demasiado pero al menos no perdí. Pero no era muy emocionante eso”.
¿Cuándo te reencontraste con la pintura?
“La pintura siempre estuvo conmigo, intermitentemente…Ahora por ejemplo…viste cuando uno dice que es pintor y vos le preguntas si pinta paredes o cuadros, bueno, yo podría decir que soy empapelador…porque si bien no hago collage, pinto con papeles, cada papel es como una pincelada. Es algo que lleva mucho tiempo, un cuadro chico unos dos meses y uno grandes cuatro”
¿Cómo surgió eso?
“Alguien me dijo en Rafaela que mis cuadros no servían para nada. Entonces tenía un montón de telas…y encontré una gran pila de revistas y se me ocurrió empezar a pegarlos como si estuviese pintando. Cosa curiosa, por primera vez en mi vida vendo cuadro a gente que no es mi amiga. Pero no lo hago para ganar dinero, porque es tan lento hacerlos que no hay forma de que sea redituable”
Te dijeron que tus pinturas no servían, pero sin embargo ganaste un premio en la segunda Bienal Nacional de Pintura…
“Es cierto, en 2.007. Gané el Premio Institucional “Fondo Nacional de las Artes”. La obra se llama “Puerto”
¿Y la cocina?
“Hoy solo cocino para mi gente, me gusta experimentar, investigar, es un cable a tierra”
¿Cómo es tu vida hoy?
“Vivo con mi novia en Traslasierra, hago mis cuadros, cocino para la gente que quiero y voy de tanto en tanto a Rafaela a visitar amigos, voy a Barking…Estoy bien en un lugar donde me siento pleno, creo que es el mejor momento de mi vida. A los sesenta años, despertarme cada día en medio de las sierras junto a la persona que quiero estar, tomando un buen vino o un par de whiskies…es un buen momento, si, es un buen momento”
OSCAR A MARTINEZ
21/10/2.019